jueves, 31 de octubre de 2013

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En cuanto se ubica, media hora tarde, María Inés dice no me explico cómo te diste cuenta. ¿De qué? pregunta Gustavo; ella no articula bien. No pongas esa cara de yo no fui; me saca que te hagas el tonto cuando tu maldita agudeza es lo que me destruyó la vida. Él recibe la agresión, desconcertado. María Inés se echa el cabello hacia atrás con las dos manos. ¿A qué te referís? A la segunda pregunta del estribo aclara ella. Entonces Gustavo inmediatamente comprende. El bendito dueño de la A. María Inés toma un trago de agua y, mientras recorre con un dedo el borde del vaso, cuenta con parsimonia Gerardo me había avisado que no vendría a cenar porque tenían que redactar un expediente; yo estaba comiendo una ensalada en la cocina cuando vi, colgando del llavero de la pared, el duplicado de la llave del estudio; estuve mirándola como hipnotizada un largo rato, hasta que me acordé de vos, de tu pregunta; agarré la llave, busqué el blazer y la cartera y salí sin apagar la luz; tomé un taxi; mientras subía en el ascensor el corazón me retumbaba; abrí la puerta sin hacer ruido y entré; avancé descalza sobre la moquet  María Inés deja el vaso sobre la mesa, se incorpora y comienza a caminar frente a Gustavo, de un lado a otro, una y otra vez. Como una autómata, piensa él y se agarra del brazo del sillón para evitar decirle que se quede quieta. Ella, por fin, se detiene detrás de él, dice entonces los vi y calla. Gustavo, incomodísimo, gira hacia ella.  María Inés, sentate le ordena. Ella obedece. Permanece en silencio, extrañamente rígida. ¿Qué viste? pregunta Gustavo luego de un buen rato.  ¿Hace falta que te lo diga? Sí  indica él, rotundo. Trataré de ser gráfica, entonces anuncia, burlona. Gerardo estaba apoyado contra la pared, los ojos cerrados, la bragueta abierta, las manos sobre la cabeza de Alberto, que, arrodillado sobre la alfombra, lo agarraba de la cadera mientras le chupaba la pija con fruición. Luego de unos segundos sonríe con amargura y añade eso sí, los dos de riguroso traje y corbata. ¿Qué hiciste vos? pregunta Gustavo tratando de que no se perciba su conmoción. Me fui; estaban tan entretenidos que no se dieron cuenta. ¿Y después? Llegué a casa, tomé un Rivotril y me acosté; me desperté a las nueve y él, obvio, ya se había ido; tomé otro par  y dormí hasta las tres; me duché, me vestí, Gustavo la observa: está tan producida como de costumbre tomé un café continúa y vine para acá. Entonces lo que me contaste ocurrió anoche. Sí, claro, ¿no te lo dije?  Gustavo niega con la cabeza. ¿Cómo te sentís? pregunta. No siento nada, ¿De cuánto era el Rivotril que  tomaste? No sé. ¿Quién te lo recetó? Nadie, se lo olvidó una amiga hace unos días; tengo la tirita acá lo saca todavía quedan un montón, por suerte mira con atención el blíster de dos miligramos son. Dámelo ordena Gustavo. Ella lo mira, arqueando las cejas.  ¿Por qué? pregunta cerrando el puño. Él extiende su mano, la palma hacia arriba. María Inés, dámelo insiste, sereno pero categórico. Ella niega con la cabeza. Suena el portero eléctrico y María Inés amaga incorporarse. Él la detiene con un gesto. Es tarde dice ella.  No importa; haré esperar a mi paciente hasta que me lo des. María Inés, muy lentamente, va abriendo el puño.

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