jueves, 17 de octubre de 2013

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Miércoles 19
El despertador hiere sus oídos. Gustavo enciende el velador. Se despereza. Se sienta en la cama buscando fuerzas para levantarse. Recién logró dormirse a las tres, ¿cómo enfrentará su día?  Lacán le lame los dedos de los pies. Él lo empuja con violencia. El perro se va agachando la cabeza, la cola entre las patas. Pobrecito, piensa Gustavo, pero no tiene energías para llamarlo. Va al baño. Orina largamente. Se mira en el espejo. ¿Me afeito antes o después?, se pregunta. Instantes después la maquinita se desliza por sus mejillas. Luego va al cuarto de la nena.  Levanta las cortinas.  Se sienta en la cama y le hace cosquillas. Un rato más, mami  pide Martina, tapándose con la frazada. Gustavo inspira profundamente. Que abra los ojos mi muñequita pide. La nena se incorpora con presteza.  Papi, ¡sos vos! Martina se levanta. Sobre la silla la ropa de gimnasia que Cecilia dejó preparada. Gustavo abre la puerta del cuarto de su hijo. Desde allí indica arriba, Nacho. Como no obtiene respuesta insiste arriba, hijo. Ya voy contesta el chico sin abrir los ojos. Gustavo se dirige a la cocina. Controla la lista adherida a la heladera. Nesquik tibio para Martina, frío para Nacho. Introduce dos rebanadas de pan en la tostadora, él desayunará con Santiago. Minutos después los tres están sentados a la mesa de la cocina. ¿Me hacés otra, papi?, con frutilla pide Martina. Come la mía dice Nacho no tengo hambre. Gustavo entonces lo mira. El pelo rubio, revuelto, los ojos con sueño. Qué lindo está. Se parece tanto a ella, piensa. Siente el impulso de acomodarle  el cabello pero lo reprime. Ya es demasiado grande.

Se fue ayer a la tarde informa Gustavo. Santiago traga un trozo de medialuna. Con la boca aún llena pregunta ¿cómo fue la despedida? No sé; por una vez preferí estar en la fábrica que en casa; ¨acompañala a Ezeiza¨ me insistía mi viejo. Le contaste que se iba. Sí, pero solo por el trabajo; lo mismo que a mi madre, pero me parece que ella mucho no se lo traga. ¿Cómo estás? Aliviado, la última semana fue insoportable; me fui a dormir al living. ¿Qué le dijiste a los chicos? Que tenía trabajo para hacer y que no quería despertar a la mamá; odio mentirles, mirá que sicólogo trucho; es que no soy yo el que tiene que dar explicaciones; cuando Cecilia regrese será la encargada de dar la cara; es una hija de puta, los dejó así, sin más Gustavo mira el reloj tengo curso explica justo en miércoles me toca debutar de hombre orquesta; en fin  Gustavo llama al mozo subordinación y valor.


Gustavo participa activamente de la clase. Sí, está mejor. Le sobreviene una punzante lucidez. El profesor parece sorprendido. Habrá creído que yo era un imbécil, piensa Gustavo. Al salir lo deslumbra el espléndido mediodía de invierno. Hoy es el primer día del resto de mi vida. Qué lugar común. Aunque en realidad, sí. Su vida cambió. No tengo mujer, se dice y después piensa que le sacaron algo. La costilla de Adán. Se llevó mi costilla, decide, por eso me duele el pecho. La falta. Me falta. Cuando la conocí aún no estaba terminado. Ella me modeló. Ella me sacó algo mío y rellenó el agujero con abrazos; me dio comida y cobijo como la Edurne de Serrat. Pollo al curry, sábanas perfumadas. Recuerda la primera vez. Estaban estudiando  en un bar y se cortó la luz. Vayamos a casa, propuso él, sin recordar que había dejado todo hecho un quilombo. Hacia allí fueron. En el ascensor comenzaron a besarse, hasta ahora solo castos compañeros. Al llegar al décimo piso, ardían. Él fue al baño a verificar la existencia de eventuales preservativos. Cuando salió, su casa ya era otra. Ella era un hada que con su varita había hecho la cama con pericia de enfermera, había recogido la ropa del piso y la había doblado sobre la silla. Desde ese primer segundo, ella se había hecho cargo de él. A cambio de su costilla, claro. Ella no tenía aún los diecinueve. Final de neurofisiología.  Y sobre las sábanas prolijamente estiradas, para infinita sorpresa de él, ella dejó la huella de su virginidad perdida. Se manchó hasta el colchón. Ella luego, aún desnuda, trató con cepillito de uñas y jabón, arrodillada, de borrar los rastros. Fue inútil. Quedó la aureola. Quizá por eso él nunca quiso cambiar esa cama, en la que habían dormido juntos durante quince años. Como un pacto mágico. Tal vez ahora desapareciera la mancha. Cuando volviera a su casa lo iba a verificar. Mil momentos como este quedan en mi mente. Mira hacia arriba. Lo cobija el techo verde de Melián. Pone la llave en la cerradura. Lleva en la mano una bolsita con dos empanadas. 

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