viernes, 18 de octubre de 2013

58

Laura, otra vez, con atuendo deportivo. Parece que aprobó a su personal trainer. No estuvo mal dice ella, sonriente. Estuvo bien, entonces la corrige él. Sí, bastante bien. ¿Qué fue lo que no funcionó? Nada, no sé por qué me lo pregunta. Por su bastante. Ella se encoge de hombros. Bah, es una manera de decir. Debo insistir, se dice él y vuelve a la carga ajá, ¿quién no estuvo del todo bien?, ¿ella o usted?  Laura se muerde el labio. No me enrede con juegos de palabras; estuvo muy bien, solo que me costó seguirle el tren. ¿Cómo es eso?  Laura se vuelca sobre el respaldo. Me hizo dar mil vueltas alrededor del parque, yo ya no podía más; claro, mucho tiempo sin hacer gimnasia; con esto del libro llevo meses sentada; cada vez que empezábamos una vuelta, dudaba de poder terminarla. ¿Ella no le preguntó si estaba cansada? Sí, claro, al terminar cada circuito. ¿Entonces? Yo le decía que no. ¿Por qué le mentía? Laura resopla, se la ve fastidiada. Usted magnifica todo; ahora resulta que yo le miento a mi hija. Gustavo entrecruza las manos y se echa atrás en su sillón. No debo abandonar, piensa. Le cambio la pregunta, ¿por qué no quiso confesarle que estaba cansada?  Ella inspira profundamente, endereza la espalda. Vio como es la gimnasia, hay que resistir; lo peor es que después de dar todas las vueltas que ella consideró adecuadas fuimos a su gimnasio y me martirizó con los abdominales; creí que iba a reventar. Él  gira los dedos entrecruzados mientras comenta pero no podía pedirle clemencia a su hija, quizás porque eso hubiera sido admitir su debilidad. Sonriente le pregunta ¿cuándo terminó la sesión de tortura? Laura también sonríe al contestar cuando María dijo: me parece, mamá, que ya es demasiado por hoy, la verdad es que estás bárbara. Y eso a usted la puso feliz. Ella agita la cabeza. No, eso me hizo sentir que la estaba engañando; yo sabía que lo iba a pagar caro, de hecho, al día siguiente no me podía mover. ¿Qué podía pasar si por una vez mamá abandonaba su omnipotencia? Estoy vieja dice Laura encorvando la espalda.  Debió ser extraño descubrir un ámbito en el cual su hija la superara. Es cierto admite ella no es solo cuestión de edad; la veía moverse con una elasticidad que le desconocía; todos sus movimientos eran sensuales. ¿Sensuales? Sí, si por sensuales entendemos el placer; parecía que mi hija disfrutaba de lo que estaba haciendo. ¿Parecía? él adelanta la espalda hacia ella ¿por qué le resulta tan difícil aceptar que su hija hace lo que hace por ella misma no en contra de usted? Laura se sirve un vaso de agua, lo toma hasta la última gota.  Después comenta comenzaron a llegar cinco o seis mujeres de mi edad, si viera con qué afecto la saludaban; tiene muy lindo puesto el gimnasio.  ¿Usted no lo conocía? No, hace poco que lo alquiló; le quise pagar la clase pero no hubo caso; insistí hasta que se impacientó; dejame que yo haga algo por vos, me pidió ya de mal modo; pero yo no quiero robarle su tiempo. Qué hueso duro de roer piensa Gustavo y agrega ¿tanto le cuesta admitir que puede recibir de su hija algo que usted no le podría dar? Laura se apoya en el respaldo. Usted me cansa, Gustavo, y no quiero decir que me aburre ni que me impacienta, me cansa, me agota pensar en lo que no quiero pensar. ¿En qué no quiere pensar? Siempre sentí que mis hijos eran prolongaciones mías, como un embarazo eterno; parte de mi cuerpo, alimentados por mi sangre, sus corazones latiendo impulsados por el mío; mi vida garantizaba la de ellos; no podía darme el lujo de dejar de respirar. ¿Y ahora? Ya no me necesitan  dice y se abraza a sí misma con ambas manos. Sí, es cierto, ya no la necesitan para respirar. No es solo eso, son autónomos; mi vida o mi muerte no afecta la vida de ellos. No comparto su opinión; por supuesto que si usted se muere sus hijos seguirán viviendo pero su vida sería menos rica; todavía tiene mucho para darles, sus nietos aún no empezaron a nacer. El celular de Laura suena. Perdón pide mientras lee un mensaje de texto. Sonríe mientras teclea. Era Paula dice me pregunta qué le gusta más si el dulce de batata o el de membrillo. ¿Y usted que le contestó? Batata; desde chiquita le gusta más el de batata y nunca se acuerda.  Gustavo sonríe ¿ve que todavía no puede morirse?, ¿cómo sabría ella lo que tiene que comer? Los quiero tanto que duele dice mientras se restriega los ojos con ambas manos. ¿No sería mejor que aprendiera a quererlos sin dolor?, ¿qué se permitiera solamente disfrutar de su amor?; están grandes, Laura; ya los crió; trate de confiar en su producto; disfrute de su  producción que, por lo que cuenta, no es tan, tan mala. Laura baja la vista, entrelaza las manos. No se burle de mí, Gustavo. Tenemos una dura tarea por delante: en el momento en que admita que no son un defecto suyo sino ellos mismos, disminuirá su angustia y, al mismo tiempo, ellos dejaran de portar el dolor inextinguible de saber que no son lo que su madre deseaba. Lo que me dice me está matando. No es lo que yo digo, es lo que usted dice. Me voy anuncia Laura levantándose ya es demasiado por hoy. Las palabras de María le recuerda él. Ella mueve la cabeza.  Le prometo que voy a pensar en todo lo que me dijo.


No debo pensar, se indica Gustavo, ni en mí como hijo ni en mí como padre, no es el momento, como a Laura, me puede matar; deberé estar atento con Ana María, siempre al acecho pero cuando termina de pensarlo decide: soy un imbécil, como puedo estar frente a un consultorio cuando yo mismo me planteo despistar a mi analista. Va hasta el baño. Se mira en el espejo. Doy lástima, opina. Se moja la cara. La hunde en la toalla y se presiona los párpados. Ya en el escritorio revisa la ficha de Camilo. ¿Habría ido a la fiesta?

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