Laura, otra vez, con atuendo deportivo. Parece que aprobó a su personal trainer. No
estuvo mal dice ella, sonriente. Estuvo
bien, entonces la corrige él. Sí,
bastante bien. ¿Qué fue lo que no funcionó? Nada, no sé por qué me lo pregunta.
Por su bastante. Ella se encoge de hombros. Bah, es una manera de decir. Debo insistir, se dice él y vuelve a
la carga ajá, ¿quién no estuvo del todo
bien?, ¿ella o usted? Laura se
muerde el labio. No me enrede con juegos
de palabras; estuvo muy bien, solo que me costó seguirle el tren. ¿Cómo es eso?
Laura se vuelca sobre el respaldo. Me hizo dar mil vueltas alrededor del
parque, yo ya no podía más; claro, mucho tiempo sin hacer gimnasia; con esto
del libro llevo meses sentada; cada vez que empezábamos una vuelta, dudaba de
poder terminarla. ¿Ella no le preguntó si estaba cansada? Sí, claro, al
terminar cada circuito. ¿Entonces? Yo le decía que no. ¿Por qué le mentía?
Laura resopla, se la ve fastidiada. Usted
magnifica todo; ahora resulta que yo le miento a mi hija. Gustavo
entrecruza las manos y se echa atrás en su sillón. No debo abandonar, piensa. Le cambio la pregunta, ¿por qué no quiso
confesarle que estaba cansada? Ella
inspira profundamente, endereza la espalda. Vio
como es la gimnasia, hay que resistir; lo peor es que después de dar todas las
vueltas que ella consideró adecuadas fuimos a su gimnasio y me martirizó con
los abdominales; creí que iba a reventar. Él gira los dedos entrecruzados mientras comenta
pero no podía pedirle clemencia a su
hija, quizás porque eso hubiera sido admitir su debilidad. Sonriente le
pregunta ¿cuándo terminó la sesión de
tortura? Laura también sonríe al contestar cuando María dijo: me parece, mamá, que ya es demasiado por hoy, la
verdad es que estás bárbara. Y eso a usted la puso feliz. Ella agita la
cabeza. No, eso me hizo sentir que la
estaba engañando; yo sabía que lo iba a pagar caro, de hecho, al día siguiente
no me podía mover. ¿Qué podía pasar si por una vez mamá abandonaba su
omnipotencia? Estoy vieja dice Laura encorvando la espalda. Debió
ser extraño descubrir un ámbito en el cual su hija la superara. Es cierto admite
ella no es solo cuestión de edad; la veía
moverse con una elasticidad que le desconocía; todos sus movimientos eran
sensuales. ¿Sensuales? Sí, si por sensuales entendemos el placer; parecía que
mi hija disfrutaba de lo que estaba haciendo. ¿Parecía? él adelanta la
espalda hacia ella ¿por qué le resulta
tan difícil aceptar que su hija hace lo que hace por ella misma no en contra de
usted? Laura se sirve un vaso de agua, lo toma hasta la última gota. Después comenta comenzaron a llegar cinco o seis mujeres de mi edad, si viera con qué
afecto la saludaban; tiene muy lindo puesto el gimnasio. ¿Usted no lo conocía? No, hace poco que lo
alquiló; le quise pagar la clase pero no hubo caso; insistí hasta que se
impacientó; dejame que yo haga algo por vos, me pidió ya de mal modo; pero yo
no quiero robarle su tiempo. Qué hueso duro de roer piensa Gustavo y agrega
¿tanto le cuesta admitir que puede
recibir de su hija algo que usted no le podría dar? Laura se apoya en el
respaldo. Usted me cansa, Gustavo, y no
quiero decir que me aburre ni que me impacienta, me cansa, me agota pensar en
lo que no quiero pensar. ¿En qué no quiere pensar? Siempre sentí que mis hijos
eran prolongaciones mías, como un embarazo eterno; parte de mi cuerpo,
alimentados por mi sangre, sus corazones latiendo impulsados por el mío; mi
vida garantizaba la de ellos; no podía darme el lujo de dejar de respirar. ¿Y
ahora? Ya no me necesitan dice y se
abraza a sí misma con ambas manos. Sí, es cierto, ya no la necesitan para
respirar. No es solo eso, son autónomos; mi vida o mi muerte no afecta la vida
de ellos. No comparto su opinión; por supuesto que si usted se muere sus hijos
seguirán viviendo pero su vida sería menos rica; todavía tiene mucho para
darles, sus nietos aún no empezaron a nacer. El celular de Laura suena. Perdón pide mientras lee un mensaje de
texto. Sonríe mientras teclea. Era Paula dice
me pregunta qué le gusta más si el dulce
de batata o el de membrillo. ¿Y usted que le contestó? Batata; desde chiquita
le gusta más el de batata y nunca se acuerda. Gustavo sonríe ¿ve que todavía no puede morirse?, ¿cómo sabría ella lo que tiene que
comer? Los quiero tanto que duele dice mientras se restriega los ojos con
ambas manos. ¿No sería mejor que
aprendiera a quererlos sin dolor?, ¿qué se permitiera solamente disfrutar de su
amor?; están grandes, Laura; ya los crió; trate de confiar en su producto;
disfrute de su producción que, por lo
que cuenta, no es tan, tan mala. Laura baja la vista, entrelaza las manos. No se
burle de mí, Gustavo. Tenemos una dura tarea por delante: en el momento en que
admita que no son un defecto suyo sino ellos mismos, disminuirá su angustia y,
al mismo tiempo, ellos dejaran de portar el dolor inextinguible de saber que no
son lo que su madre deseaba. Lo que me dice me está matando. No es lo que yo
digo, es lo que usted dice. Me voy anuncia Laura levantándose ya es demasiado por hoy. Las palabras de
María le recuerda él. Ella mueve la
cabeza. Le prometo que voy a pensar en todo lo que me
dijo.
No debo pensar, se indica Gustavo, ni en mí como hijo
ni en mí como padre, no es el momento, como a Laura, me puede matar; deberé
estar atento con Ana María, siempre al acecho pero cuando termina de pensarlo
decide: soy un imbécil, como puedo estar frente a un consultorio cuando yo
mismo me planteo despistar a mi analista. Va hasta el baño. Se mira en el
espejo. Doy lástima, opina. Se moja la cara. La hunde en la toalla y se
presiona los párpados. Ya en el escritorio revisa la ficha de Camilo. ¿Habría
ido a la fiesta?
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