miércoles, 11 de septiembre de 2013

32

La taquicardia de Gustavo crece a medida que el ascensor sube. Ya es franca cuando sale. A través de la puerta le llega un aroma que logra identificar como de curry. Abre. En el comedor, cubiertos y un vaso sobre la mesa. Su servilleta, azul. Veni, papi le llega la voz de Martina. Se dirige hacia los dormitorios. Encuentra a los tres en la cama grande, tapados con el acolchado, Cecilia al medio. Mirá, pa, ese soy yo el primer día de jardín dice Nacho. Como si pudiera no reconocerlo. Te deje el plato en el microondas informa Cecilia. Gustavo se concentra en las imágenes, Cecilia con Martina en brazos. Nacho saludando a la cámara, mostrando la mochila. El flequillo rubio, los ojos negros, el delantal de cuadritos. Un trío del que la cámara lo excluye. Siente que las lágrimas se le agolpan. Qué le pasa, no es él este de hoy. Voy a comer informa pese a las protestas de la nena. Se dirige a la cocina y abre el microondas dispuesto a rescatar el plato y guardarlo en la heladera. Una rata mordisqueándole la boca del estómago. Sí, no se había equivocado, el famoso pollo al curry de Cecilia. El olor lo traspone. Cambia de parecer y aprieta el botón. Mientras espera un minuto, apoyado en la mesada, ve el escurridor. Tres platos. La rata se revuelve. Abre la heladera y se sirve soda. Va con plato y vaso hacia la mesa. Se sienta. Solo. Porque cuatro menos tres es solo uno. La aritmética no falla. Alza el pollo ensartado en el tenedor hasta la boca. En cuanto lo deposita sobre la lengua el sabor le reconforta el alma. Como un  trago de chocolate caliente para el alpinista. ¿Cuántas veces habría paladeado ese pollo? La primera cuando cumplieron un mes de casados, casi podría jurarlo. Le extraña recordarlo. El pollo de los cumpleaños, también. De pronto se inquieta, ¿qué se festeja hoy?, se pregunta, ¿se me escapó una fecha?, ¿o acaso se está congratulando por haberse echado un amante? El pollo deja de deslizarse por su esófago. Siente que se ahoga. Toma un trago de soda. Las burbujas lo reaniman. Hola, papi dice Martina, camisón largo y pantuflas de Snoopy ¿por qué no comiste con nosotros? Me quedé trabajando. ¿Trabajando dónde? En un bar contesta Gustavo, que odia mentir. ¿En un bar?, para eso hubieras trabajado acá. Acá me distraigo. Claro, nosotros te molestamos dice Martina meneando la cabeza. No digas tonterías, vení dame un abrazo propone él apartando la silla de la mesa. El cuerpito de Martina se funde al suyo. Tan flaquita. Es frágil, piensa Gustavo, es la más frágil. Le acaricia el cabello todavía húmedo. Marti, a dormir indica la voz de Cecilia. Uf dice la nena desprendiéndose y luego, con cara de resignada agrega chau. Él se queda solo.


Gustavo se ducha Mientras se lava los dientes con parsimonia se mira en el espejo. Si seré pelotudo, piensa, tengo miedo. Se enjuaga la boca, apaga la luz y sale. La puerta del dormitorio cerrada. Inspira hondo y abre. Cecilia está acostada, leyendo. Él se queda parado en el marco de la puerta. Quizás demasiado tiempo porque ella baja el libro y pregunta ¿qué te pasa? Él no quiere estar allí, no debería haber venido. Ana María tenía razón, precisa tiempo. Por qué debe hablar hoy, quién lo obliga. ¿Santiago? Un odio irracional hacia su amigo le sube a la garganta. Para qué mierda se encontró con él. Le arruinó la vida. Santiago siempre le tuvo envidia, desde el colegio. Gus, ¿qué te pasa? insiste Cecilia. Parece alarmada. Abandona el libro sobre las sábanas y amaga con levantarse. Nada responde él y va a agregar no te preocupes pero se arrepiente, entra, se para junto a ella y le dice te doy la oportunidad de que  blanquees la situación. A ella se le desarma la cara. Vuelve a sentarse. Evalúa cuánto sé, especula Gustavo, ensaya como negarlo. Y después piensa que a lo mejor Santiago vio mal, se equivocó. Al cabo de unos segundos Cecilia dice no te pido perdón porque no lo merezco. Gustavo siente que se tambalea y, automáticamente, se sienta. Al lado de ella. ¿Estás bien? pregunta Cecilia tocándole el antebrazo. Él se desprende del contacto y la mira en silencio. No responde. Ella baja la mirada.  Tampoco es fácil para mí dice ella pero me alivia no tener que seguir mintiéndote. ¿Cuánto hace? averigua él. Casi un año. ¡Un año! esconde la cabeza entre las manos  no, si me merezco el carnet de pelotudo. Ella pone sus manos sobre las de él. ¿Te acordás cuando fui a la filial de Córdoba?, bueno, allí lo conocí, al principio la relación fue solo por Internet. Hasta que dejó de serlo él se descubre el rostro. Sí, hasta que dejó de serlo; hace cuatro meses vino a verme, ni siquiera me avisó, te aseguro que lo hubiera frenado; se me apareció y pasó lo que no tenía que pasar; pensarás que estoy loca pero estoy contenta de poder contártelo, me enfermaba tener que mentirte. ¿Y por qué no me lo contaste antes, entonces? Porque pensaba que se me iba a pasar, todas las noches me acostaba pensando que cuando me despertara iba a estar curada. Pero no dice él.  Pero no confirma ella no solo no me curaba, cada vez estaba peor. ¿Qué significa peor? Ella cierra los ojos al decirle Gus, esto no es una calentura, estoy enamorada  luego se corrige creo que estoy enamorada. Gustavo piensa que el dolor es un pozo sin fondo, siempre se puede estar peor. Un dolor que no le impide atar cabos. Y ahora se traslada a Buenos Aires dice ahora vas a ser su secretaria privada, él te va a pagar. Las lágrimas ruedan por las mejillas de Cecilia sin que ningún gesto las acompañe. Ajenas a ella misma, piensa él, son mías sus lágrimas. No aclara ella eso después. ¿Después de qué? Primero tiene que ir un par de meses a Chile a supervisar una nueva filial. Gustavo experimenta un brusco alivio, tiene tiempo por delante, tiempo para intentar recuperarla. Alivio que se esfuma cuando ella añade  y yo voy a ir con él. ¿¡Qué?! Ahora soy su secretaria. Gustavo siente ganas de golpearla. Instintivamente se agarra las manos. Dejá de tomarme de boludo, no sos la secretaria, sos la amante. Vos no entendés, él no me paga, él es otro empleado de la empresa, ellos no sospechan nada. Parece que no soy el único boludo. ¡Basta, Gus! ¡Y vos me decís basta! grita él. Tranquilizate pide ella están los chicos. Hubieras pensado antes en ellos. El llanto de Cecilia se hace franco. A él le da pena. Qué absurdo, él siente pena por ella. Me odio dice Cecilia entre sollozos  pero no me puedo controlar; te juro  que lo intenté, tantas veces lo intenté. Te vas a ir con él, y me lo decís así; qué te pasó Cecilia, no sos la mujer que yo conocí. ¡Claro que no!, conociste a una piba de veinte años, que postergó todo por vos. ¡Ahora me vas  a echar la culpa a mí!,  ¡vos sos la única responsable de haber arruinado tu carrera, de haber arruinado la mía también!  Unos golpes en la puerta lo interrumpen. ¡Mami, papi, qué pasa que gritan! Nada, querida, andá a acostarte tranquila contesta él. Vení, mami, tengo miedo. Cecilia se seca las lágrimas con el dorso de la mano, carraspea. Ya voy dice y se levanta, descalza.


Media hora después Gustavo, cansado de esperar, se levanta. Va hasta el cuarto de Martina. Madre e hija duermen abrazadas. Se queda unos instantes contemplándolas bajo la tenue luz del velador. Sobre la almohada, el cabello rubio de Cecilia se mezcla con el oscuro de la nena. Ambas respiran con la boca ligeramente entreabierta. Él recoge el acolchado del piso y las tapa. 

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