La taquicardia de Gustavo crece a medida que el ascensor sube. Ya es
franca cuando sale. A través de la puerta le llega un aroma que logra identificar
como de curry. Abre. En el comedor, cubiertos y un vaso sobre la mesa. Su
servilleta, azul. Veni, papi le llega
la voz de Martina. Se dirige hacia los dormitorios. Encuentra a los tres en la
cama grande, tapados con el acolchado, Cecilia al medio. Mirá, pa, ese soy yo el primer día de jardín dice Nacho. Como si
pudiera no reconocerlo. Te deje el plato
en el microondas informa Cecilia. Gustavo se concentra en las imágenes,
Cecilia con Martina en brazos. Nacho saludando a la cámara, mostrando la
mochila. El flequillo rubio, los ojos negros, el delantal de cuadritos. Un trío
del que la cámara lo excluye. Siente que las lágrimas se le agolpan. Qué le
pasa, no es él este de hoy. Voy a comer informa
pese a las protestas de la nena. Se dirige a la cocina y abre el microondas
dispuesto a rescatar el plato y guardarlo en la heladera. Una rata
mordisqueándole la boca del estómago. Sí, no se había equivocado, el famoso
pollo al curry de Cecilia. El olor lo traspone. Cambia de parecer y aprieta el
botón. Mientras espera un minuto, apoyado en la mesada, ve el escurridor. Tres
platos. La rata se revuelve. Abre la heladera y se sirve soda. Va con plato y
vaso hacia la mesa. Se sienta. Solo. Porque cuatro menos tres es solo uno. La
aritmética no falla. Alza el pollo ensartado en el tenedor hasta la boca. En
cuanto lo deposita sobre la lengua el sabor le reconforta el alma. Como un trago de chocolate caliente para el alpinista.
¿Cuántas veces habría paladeado ese pollo? La primera cuando cumplieron un mes
de casados, casi podría jurarlo. Le extraña recordarlo. El pollo de los
cumpleaños, también. De pronto se inquieta, ¿qué se festeja hoy?, se pregunta,
¿se me escapó una fecha?, ¿o acaso se está congratulando por haberse echado un
amante? El pollo deja de deslizarse por su esófago. Siente que se ahoga. Toma
un trago de soda. Las burbujas lo reaniman. Hola,
papi dice Martina, camisón largo y pantuflas de Snoopy ¿por qué no comiste con nosotros? Me quedé trabajando. ¿Trabajando
dónde? En un bar contesta Gustavo, que odia mentir. ¿En un bar?, para eso
hubieras trabajado acá. Acá me
distraigo. Claro, nosotros te
molestamos dice Martina meneando la cabeza. No digas tonterías, vení dame un abrazo propone él apartando la
silla de la mesa. El cuerpito de Martina se funde al suyo. Tan flaquita. Es
frágil, piensa Gustavo, es la más frágil. Le acaricia el cabello todavía húmedo. Marti, a dormir indica la voz de
Cecilia. Uf dice la nena
desprendiéndose y luego, con cara de resignada agrega chau. Él se queda solo.
Gustavo se ducha Mientras se lava los dientes con parsimonia se mira en
el espejo. Si seré pelotudo, piensa, tengo miedo. Se enjuaga la boca, apaga la
luz y sale. La puerta del dormitorio cerrada. Inspira hondo y abre. Cecilia
está acostada, leyendo. Él se queda parado en el marco de la puerta. Quizás
demasiado tiempo porque ella baja el libro y pregunta ¿qué te pasa? Él no quiere estar allí, no debería haber venido. Ana
María tenía razón, precisa tiempo. Por qué debe hablar hoy, quién lo obliga.
¿Santiago? Un odio irracional hacia su amigo le sube a la garganta. Para qué
mierda se encontró con él. Le arruinó la vida. Santiago siempre le tuvo
envidia, desde el colegio. Gus, ¿qué te
pasa? insiste Cecilia. Parece alarmada. Abandona el libro sobre las sábanas
y amaga con levantarse. Nada responde
él y va a agregar no te preocupes pero se arrepiente, entra, se para junto a
ella y le dice te doy la oportunidad de
que blanquees la situación. A ella se le desarma la cara. Vuelve a
sentarse. Evalúa cuánto sé, especula Gustavo, ensaya como negarlo. Y después
piensa que a lo mejor Santiago vio mal, se equivocó. Al cabo de unos segundos
Cecilia dice no te pido perdón porque no
lo merezco. Gustavo siente que se tambalea y, automáticamente, se sienta.
Al lado de ella. ¿Estás bien? pregunta
Cecilia tocándole el antebrazo. Él se desprende del contacto y la mira en
silencio. No responde. Ella baja la
mirada. Tampoco es fácil para mí dice ella pero me alivia no tener que seguir mintiéndote. ¿Cuánto hace? averigua
él. Casi un año. ¡Un año! esconde la cabeza entre las
manos no, si me merezco el carnet de pelotudo. Ella
pone sus manos sobre las de él. ¿Te
acordás cuando fui a la filial de Córdoba?, bueno, allí lo conocí, al principio
la relación fue solo por Internet. Hasta que dejó de serlo él se descubre
el rostro. Sí, hasta que dejó de serlo;
hace cuatro meses vino a verme, ni siquiera me avisó, te aseguro que lo hubiera
frenado; se me apareció y pasó lo que no tenía que pasar; pensarás que estoy
loca pero estoy contenta de poder contártelo, me enfermaba tener que mentirte.
¿Y por qué no me lo contaste antes, entonces? Porque pensaba que se me iba a
pasar, todas las noches me acostaba pensando que cuando me despertara iba a
estar curada. Pero no dice él. Pero no confirma ella no solo no me curaba, cada vez estaba peor. ¿Qué significa peor?
Ella cierra los ojos al decirle Gus, esto
no es una calentura, estoy enamorada luego se corrige creo que estoy enamorada. Gustavo piensa que el dolor es un pozo
sin fondo, siempre se puede estar peor. Un dolor que no le impide atar cabos. Y ahora se traslada a Buenos Aires dice ahora vas a ser su secretaria privada, él te
va a pagar. Las lágrimas ruedan por las mejillas de Cecilia sin que ningún
gesto las acompañe. Ajenas a ella misma, piensa él, son mías sus lágrimas. No aclara ella eso después. ¿Después de qué? Primero tiene que ir un par de meses a Chile
a supervisar una nueva filial. Gustavo experimenta un brusco alivio, tiene
tiempo por delante, tiempo para intentar recuperarla. Alivio que se esfuma
cuando ella añade y yo voy a ir con él. ¿¡Qué?! Ahora soy su secretaria. Gustavo
siente ganas de golpearla. Instintivamente se agarra las manos. Dejá de tomarme de boludo, no sos la
secretaria, sos la amante. Vos no entendés, él no me paga, él es otro empleado
de la empresa, ellos no sospechan nada. Parece que no soy el único boludo.
¡Basta, Gus! ¡Y vos me decís basta! grita él. Tranquilizate pide ella están
los chicos. Hubieras pensado antes en
ellos. El llanto de Cecilia se hace franco. A él le da pena. Qué absurdo,
él siente pena por ella. Me odio dice
Cecilia entre sollozos pero no me puedo controlar; te juro que lo intenté, tantas veces lo intenté. Te
vas a ir con él, y me lo decís así; qué te pasó Cecilia, no sos la mujer que yo
conocí. ¡Claro que no!, conociste a una piba de veinte años, que postergó todo
por vos. ¡Ahora me vas a echar la culpa
a mí!, ¡vos sos la única responsable de
haber arruinado tu carrera, de haber arruinado la mía también! Unos golpes en la puerta lo interrumpen. ¡Mami, papi, qué pasa que gritan! Nada,
querida, andá a acostarte tranquila contesta él. Vení, mami, tengo miedo. Cecilia se seca las lágrimas con el dorso
de la mano, carraspea. Ya voy dice y
se levanta, descalza.
Media hora después Gustavo, cansado de esperar, se levanta. Va hasta el
cuarto de Martina. Madre e hija duermen abrazadas. Se queda unos instantes
contemplándolas bajo la tenue luz del velador. Sobre la almohada, el cabello
rubio de Cecilia se mezcla con el oscuro de la nena. Ambas respiran con la boca
ligeramente entreabierta. Él recoge el acolchado del piso y las tapa.
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