Ana María le sonríe. Una magnífica sonrisa de analista, evalúa él.
Distante pero cálida. Él siente que los ojos se le llenan de lágrimas.
Carraspea, intentando controlarlas pero es inútil. Las lágrimas fluyen ajenas a
su voluntad. Estoy llorando, se dice, sorprendido. La sonrisa de Ana María
retrocede, desaparece. Troca en una leve inclinación de la cabeza, en una tenue
crispación del rostro. Gustavo, ¿qué
pasó? Él saca un pañuelo de su bolsillo. Se suena la nariz. Logra
serenarse. Ella lo espera, muy seria. Cecilia
me engaña confiesa y luego se arrepiente ya sé que este no es el espacio apropiado para hablarlo pero me enteré
hoy. Lo escucho lo habilita ella. Esta
mañana un amigo me contó que la vio besándose con un tipo; no sé cómo no me di
cuenta solo, si lo pienso ahora, ella me dio indicios, muchos indicios. Tantos
como el marido de María Inés lo interrumpe ella. Él sacude la cabeza no, Ana María, hoy no estoy en condiciones
de seguir ocupándome de mis pacientes, no sé cómo pude atenderlos se
incorpora será mejor que me vaya.
Siéntese, Gustavo lo frena con la mano extendida ¿qué pasa con su terapia
personal? Mi analista sigue enfermo, lo operaron, no sé cuándo podrá atenderme. Cuénteme. No sé
ni por dónde empezar, usted no me conoce. Ella le sonríe. Esa puta e
inigualable sonrisa, piensa él. Cuando
salga de aquí, cuando regrese a mi casa, voy a tener que enfrentarla, tengo que
decidir cómo enfrentarla. Se esconde
la cabeza entre las manos. Así, sin mirarla, se siente mejor. ¿Cuáles
son las opciones? la escucha preguntar. ¿Obviar
la información, echarla, irme? pregunta él, a su vez. ¿Escucharla? sugiere ella. Nunca voy a poder perdonarla dice, ahora,
mirándola. No se apresure Gustavo, todavía
no sabe a ciencia cierta qué pasó. Cuando mi vieja se enteró de que mi padre la
engañaba, lo echó, sin pensar en la plata, en las conveniencias; una mujer muy
fuerte, lo echó sin pensar en nada. ¿Ni siquiera en usted? Él recibe el
impacto. Un golpe brutal que lo obliga a retener las lágrimas. ¿Cuántos
años tenía? Cuatro, no recuerdo a mi padre en casa traga saliva desde que tengo uso de razón me faltó,
siempre me faltó. ¿No volvió a verlo? ¡Oh, sí!, trabajo con él, lo veo cada día de mi vida,
bah, los fines de semana no, ni los miércoles; se reacomoda en el diván pero si
algo de lo que hoy no quiero hablar es de mi padre. No soy yo la que instaló el
tema aclara ella. Ya sé reconoce Gustavo él es omnipresente. Siempre
le faltó pero es omnipresente. ¡No quiero hablar de él! mira el reloj tengo una hora para decidir mi futuro, el de
mis hijos. ¿No le parece que es demasiado perentorio, quizás precise más tiempo
para tomar una decisión. Y qué, ¿no regreso a casa esta noche? Lo está diciendo
usted. Por favor, deje de jugar a la analista dice con bronca. Soy una analista replica ella,
sonriente.
Sale y camina hasta la esquina. Ana María tiene razón, necesita tiempo.
No está físicamente capacitado para enfrentar la cena familiar. Se arrima a la
pared y busca el celular. Llegó más
tarde, no me esperen a comer teclea. Percibe que sus costillas se
distienden. Es él quien precisa una prórroga. Hace frío. Se levanta las solapas
del saco y mete las manos en los bolsillos. Apura el paso. Cuando llega a Santa
Fe, duda. Autos, luces, carteles,
bocinas, peatones. Hace mucho que no andaba a esta hora por ahí. Luego dobla a
la derecha y camina hasta Coronel Díaz. Entra en Tolón. Allí iba con Cecilia cuando salían del consultorio del
obstetra.
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